Libro curioso del que os hablo hoy, ya que por lo general los libros de creatividad se suelen enfocar mucho en los procesos, herramientas y técnicas y pocas veces profundizan a otros niveles más personales. Y es que Frank Berzbach está en mi equipo, no tengo duda. Si ya me ha hecho disfrutar como un niño con su texto plagado de referencias a la importancia del silencio, el espacio personal y los rituales (como el del té japonés) para cultivar más la creatividad, cuando he investigado sobre él me he llevado una segunda sorpresa, y es que, como yo, también es un freak de los vinilos, los tatuajes, la psicología y la espiritualidad.

Frank apuesta fuerte e inicia su libro con esta reflexión: ¿cómo queremos vivir? Plantéate esta pregunta y ya sólo con esto cambiarás de actitud. Esta pregunta es más provocadora, más inteligente y más edificante que la de plantearse “el sentido de la vida”.

La idea fundamental del libro es que la creatividad es mucho más que la solución de problemas (¿habéis escuchado, amigos ingenieros?), se trata de integrarla como un modo de vida más que de darle un uso concreto. Pero llevar una vida creativa no es fácil y hay muchos miedos que vencer. A esta emoción paralizante le dedica una de las partes de libro ya que, según él, desde las religiones a los medios de comunicación, se han encargado de atemorizarnos a lo largo de los años.

De cuán amenazador resulta el mundo a los individuos de la sociedad del bienestar dan muestras las modas que inspiran miedo psicológico, como el cocooning o, en su forma más drástica, el síndrome de Hikikomori en Japón (adolescentes que se pasan años en casa de sus padres sin abandonar la habitación).

Frank afirma que la vida es una sucesión de tareas y problemas infinita, por lo que no es viable trabajar para conseguir una ausencia de los mismos. En vez de eso considera que problemas y tareas pendientes son en sí mismo la vida, por lo que “cuando freguemos los platos, fregar debe ser lo más importante de nuestra vida”. Las tareas se convierten en un suplicio cuando las consideramos un obstáculo, afirma. Por ello, lo mejor que podemos hacer es estar consciente en todo lo que hagamos.

Otra cosa que me ha gustado, y que ya decía mi querido Hugh MacLeod en su genial libro “Ignora a todo el mundo”, es que para ser creativos antes tenemos que comer, por lo que la idea de vivir a priori de nuestra creatividad no es viable.

“El dinero ejerce una influencia positiva cuando no hay que pensar mucho en él. Su exceso y su defecto pronto se convierten en un problema existencial.”

Pero esto no es sólo aquello a lo que que a Ranea y a mí nos gusta llamar “cosas que dan de comer y cosas que dan de vivir”, sino que lo que aquí se propone es el ensanchamiento radical del concepto de arte a cualquier aspecto de la vida, da igual si se trata del cuidado de enfermos, de un trabajo manual o de uno en un despacho o en un taller.

Sin embargo, según el autor la gente no lleva una vida creativa porque no parece rentable, así que se centra en trabajos más bien aburridos y cansinos, lo cual ha engendrado una incapacidad para el ocio. Nos sentimos culpables si descansamos, por no producir. Y, cuando lo hacemos, elegimos ocio pasivo porque estamos agotados. Sólo un trabajo alienado exige un tiempo libre como compensación.

“Quien sólo se siente libre en su tiempo libre, se siente preso en el trabajo”.

Habla de algo que yo siempre he defendido, y es que “para las personas creativas el trabajo constituye una forma de vida“. Por ello, esa dicotomía entre trabajo-vida personal, no sólo es absurda sino también fuente de muchos males. Quizá por ello ahora, en plena pandemia y con mucha gente trabajando en casa, se ha cogido lo peor del mundo de los horarios de oficina y el error básico del autónomo que es trabajar todo el día sin darse cuenta de que no ha reservado un espacio personal.

Puede que el tema que más me haya enamorado es cuando habla de la falta de tener “una habitación propia”, es decir, un espacio personal para pensar y reflexionar en el trabajo. Desde hace años prácticamente todas las empresas han hecho reformas y han abandonado los despachos para crear los llamados “Open Space”, donde todo se comparte. Todo el tiempo. El trabajo en equipo se ha impuesto hasta el punto en que todo tiene que ser discutido y, por supuesto, consensuado. Frank dice que la creatividad es un fenómeno solitario que luego es ampliado y reforzado por un colectivo. 

La office actual parece impedir la soledad y el retiro momentáneo: ascensores, paredes y puertas de vidrio, y, si hay tabiques, todos ellos son transparentes. Pero la transparencia crea una atmósfera abierta solo superficialmente, y lo que consigue, sobre todo, es un control constante; todo el mundo se siente constantemente observado. Trabajar en solitario y sin que a uno lo molesten, incluso sin una conexión a la red, es pecado, y la arquitectura va en contra de ello de una forma categórica.

Ligado a este tema tenemos lo relativo al silencio. Necesitamos aislarnos de un mundo de estímulos constante al menos un tiempo al día para poder pensar, para hacer nuestra pausa creativa. Y no sólo es que nuestra sociedad no lo fomenta sino que además lo juzga. Estar en silencio es sospechoso, o enfermizo, o una falta de educación. Recuerdo cuando Sánchez Dragó agradecía estar casado con una japonesa porque, según él, en su cultura no se rechazaba poder cenar en completo silencio. Frank hace una similitud con los monjes, y de cómo en cualquier monasterio siempre se ha combinado el trabajo en equipo con el retiro individual para la reflexión y para la meditación personal (no confundamos los términos que no tienen nada que ver…).

En el libro hay más, mucho más, pero esto quizá es lo que más me ha gustado y lo que quería compartir. Recomiendo su lectura y espero que, si lo hacéis, lo disfrutéis tanto como yo lo he hecho.